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Crisótemis es un monólogo dramático, enunciado no desde el tiempo psicológico de los adultos, que se vive vertiginoso ante la muerte, sino el tiempo contemplativo de la infancia, que es el más parecido al que se vive en el mundo no humano: el tiempo de las eras geológicas en el que no existe la muerte sino que todo se transforma de manera lenta y permanente. Hablamos de la vida de la materia, toda, incluso la que no pesa: la luz, el aire. Vida mayoritariamente intramuros, en que las interacciones son la excepción y no la regla; la que transcurre en murmullos, en donde el crepitar de la madera, que alguna vez fue árbol, es un acontecimiento precedido por millones de hechos minúsculos: pero Crisótemis ve lo que no se ve.
Por eso, en Crisótemis, es tan característico el interior de la casa, pues los muebles, la ropa, el vidrio, la cerámica… todo es continuación del mundo exterior, está hecho de la misma materia, orgánica e inorgánica, viva a fin de cuentas, en tanto que es susceptible de transformarse. Por eso el refugio es la habitación llena de muebles viejos, acumulados de cualquier manera, la vida de afuera (en el mundo) continúa ahí dentro: a la misma velocidad, ante el mismo silencio. Y es tanto lo que ocurre en la habitación: las superficies de los objetos, incluido el espejo, atraen la luz, absorben parte de ella y reflejan otro tanto.