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Ritsos, Yannis (2011). Crisótemis [trad. de Selma Ancira]. Barcelona: Acantilado.

Ritsos, Yannis (2011). Crisótemis [trad. de Selma Ancira]. Barcelona: Acantilado.

Crisótemis es un monólogo dramático, enunciado no desde el tiempo psicológico de los adultos, que se vive vertiginoso ante la muerte, sino el tiempo contemplativo de la infancia, que es el más parecido al que se vive en el mundo no humano: el tiempo de las eras geológicas en el que no existe la muerte sino que todo se transforma de manera lenta y permanente. Hablamos de la vida de la materia, toda, incluso la que no pesa: la luz, el aire. Vida mayoritariamente intramuros, en que las interacciones son la excepción y no la regla; la que transcurre en murmullos, en donde el crepitar de la madera, que alguna vez fue árbol, es un acontecimiento precedido por millones de hechos minúsculos: pero Crisótemis ve lo que no se ve.

Por eso, en Crisótemis, es tan característico el interior de la casa, pues los muebles, la ropa, el vidrio, la cerámica… todo es continuación del mundo exterior, está hecho de la misma materia, orgánica e inorgánica, viva a fin de cuentas, en tanto que es susceptible de transformarse. Por eso el refugio es la habitación llena de muebles viejos, acumulados de cualquier manera, la vida de afuera (en el mundo) continúa ahí dentro: a la misma velocidad, ante el mismo silencio. Y es tanto lo que ocurre en la habitación: las superficies de los objetos, incluido el espejo, atraen la luz, absorben parte de ella y reflejan otro tanto.


La luz cae en los ojos de la niña. Sus ojos son materia penetrada por la luz que es conducida a través de membranas hasta ese recoveco interior en que se genera la imagen íntegra (mas no total): de la habitación más la habitación adentro del espejo. El tránsito de la luz es complejo y revela los únicos dos universos posibles: interior y exterior, se trata del mundo afuera del ojo, en la ceguera total, y el mundo adentro del ojo: la imagen, el color, las impresiones que nos deja el mundo, determinadas por nuestra capacidad y nuestra voluntad (creencias). Pero no toda imagen es luz, o, no toda “luz” viene de fuera, pues en la visión de Crisótemis está también la mariposa que se echó el féretro al lomo y desapareció, la estrella disuelta en el agua como una gota de limón en el té, la hermana pintándose de azul con la esencia transformadora del agua, los molinos de viento, el hermano que parecía que caminaba sentado, sosteniéndose la barbilla, con el codo apoyado en una mesa invisible porque hay momentos en los que todo desplazamiento nos inmoviliza en un mismo lugar. El entendimiento, el cierto entendimiento de cada quien es también luz que genera imágenes ahí mismo donde la luz de fuera arrastra colores y reflejos de las superficies del mundo exterior. La madre dice que Crisótemis nunca crecerá, y la niña entiende que lo que aquella quiere decir es que nunca perderá su ojo. Se llena de orgullo al darse cuenta, frente al espejo, de que es toda luz (luz interior, su saberse insignificante, lo cual que la dota de profundidad, de entendimiento) con un antifaz de realidad: su existencia humana, su psicología no del todo ajena al mundo psicológico de los demás, del que también forma parte como lo demuestran sus afectos y su sentido de la pérdida. Pero, curiosamente, el entendimiento de Crisótemis, a diferencia del de los adultos, está nutrido por las certezas del mundo que no se ve a escala humana, la vida de la materia que ocurre a su ritmo, en su silencio, ajena a la muerte. Por eso las plantas en el florero, con los tallos podridos en agua, no son para ella descomposición ni muerte, ni suciedad, ¿con qué fin coger las flores y echarlas por la ventana, al jardín, si el mundo es parte del mundo, y es ineludible que otras formas de vida cobren forma y se propaguen, por lo cual aquella corona podrida desde el interior del jarrón ceñía las frentes, se extendía por la estancia, por la casa toda y constituía algo profundo y atroz, a lo que no le faltaba, sin embargo, cierta gracia. Por eso la urgencia de remover el agua del vestido de la hermana, pues no es cierto que el agua no mancha, toda materia transforma a otra materia, otras formas de vida cobran forma y se propagan sobre lo ya vivo; la hermana también es materia viva susceptible de transformarse (y ella no quiere que ninguna sustancia haga que su hermana deje de serlo). Por eso, también, el entendimiento de Crisótemis hace aparecer a la mariposa con su misteriosa levedad a llevarse el peso de la muerte de la madre. Crisótemis llora a la madre desde su propio entendimiento, hasta que ese mismo entendimiento la lleva a comprender que el destino de los muertos es formar, como quiera, parte del calor del mundo que a ella la envolvía:

Ese día lloré por mi vida toda, por los caballos
vanidosos,
por los perros desterrados, por las aves,
por las hormigas,
por el burro del tío Stamatis que pastaba tranquilo
en el llano,
en un terreno amarillo y reseco, —lo veía desde
la ventana—;
“Burro, burrito mío”, le gritaba para mis
adentros —y al decir “burrito mío”,
me refería al mundo.
Entonces me propuse llorar más fuerte,
quizá para que me oyera mi hermana, que no sabía
de lágrimas. Las sirvientas recogían afuera,
las grandes alfombras caldeadas; —su calor
rojo
lo sentía yo intenso, saludable a lo largo de mi
cuerpo. Se secaron mis ojos. El mundo
era caliente, afelpado, púrpura —y con él, los
muertos.

Pero Crisótemis no vive exclusivamente el mundo de lo concreto: pues el vestido amarillo lleva el fulgor de la madre, y el labial rojo es un crepúsculo contrito y bello por lo misterioso y sagrado de los labios de ella. Ante el pesar de la pérdida, de la muerte, hay entendimientos que le retiran a éstas su pesadez:

Ese alguien gritó “No pesa, no peso
no pesamos;
nos perdemos, nos perdimos, perdimos nuestro
peso, volamos”.
Y extendió los brazos como si de veras fuese
a volar.
A la vera el río, su risa se oía pasada la
medianoche.

Es el punto de vista de la locura, pero también el punto de vista de la contemplación del mundo, de entender que en la escala de espacio y tiempo de la vida geológica no hay nacimiento ni muerte, sino el nacimiento y la muerte de la Tierra:

[…]
A todo me avenía, y quizá fuese mejor así.
¿Sabe?, con el paso del tiempo,
todo, por amargo o terrible que sea, nos da
la impresión de ser necesario,
útil, incluso bello. Hasta este tosco cerro que tenía
yo encima
era una compañía —casi un amparo—, me vestía con su sombra.

Y así, desde mi insignificancia, estaba encantada
de ver y oír. Podía
soñar en libertad. Era hermoso, de verdad,
era como vivir
al margen de la historia, en un espacio mío, intacto
e incondicional,
protegida y, sin embargo, presente.
[…]

¿A qué, pues, nuestra intervención? Muy pronto
aprendí
que nunca nadie puede eludir nada.
Por las tardes
se derrama sobre la calle el aliento cálido de
las paredes de las casas;
la sombra de un enorme caballo se evapora a la luz
de la luna. Si esto no es
una respuesta, diría que no existe
la respuesta.

En su monólogo, Crisótemis narra su propia historia, contenida en la historia de la familia (el mito de Electra), que ya conocemos y donde ella figura sólo hasta cierto punto. Hay un ritmo de catástrofe y calma, decadencia y subsistencia ante la tragedia (las muertes, los féretros, la niña degollada) y la continuidad del mundo. La ciudad también se aquieta, las abejas abandonan las colmenas, en las calles hay burros abandonados, caballos flacos. Los gobernantes han caído, la casona señorial se deteriora, la riqueza desaparece pero el mundo nunca es pobre ni miserable. La tragedia (la traición de la madre, la venganza de los hijos, los asesinatos) es materia de la psicología humana, y el mundo no es su escenario; la vida no es la vida humana, el sentido de la vida es la falta de todo sentido.

[…] Yo diría que sólo lo bello
puede aguantar
frente a lo inútil e inexplicable, sin esperanza
de justificación o de resurrección. —Ah, esa
comedida generosidad. Mi hermana
no toleraba lo inexplicable, —y quizá por eso perdió
el juicio.[…]

Sin sentido no hay tragedia posible, nadie elude nada; la justicia dorada (Χρυσόθεμις) es aceptar que hombre no decide en sus actos:

[…]
Recuerdo
aquella larga noche —víspera del crimen:
mi hermano
se detuvo un momento en el rellano exterior
de la escalera de mármol,
miró en silencio el cielo, con su cabeza bellamente
levantada:
“Nuestros únicos remos —dijo—quizá sean
las estrellas; pero ni a ésos
los empuñamos nosotros, —¿cómo podríamos?”.
Lo entendí de inmediato.
[…]

“El sol —dijo— cuando se pone es rojo, —y qué rojo,
Dios mío.
Todos pasamos, por tanto, nos serenamos”.
[…]